Todo lo que siempre quiso saber sobre buenas costumbres
Y nunca se animó a preguntarle a Cooper
Y nunca se animó a preguntarle a Cooper
Décadas enteras dando por sentado que hay un pacto de sangre entre lo crudo y la rebeldía; años consagrados a la certeza de que en texturas violentas se cuelan, inevitablemente, críticas sociales; para que Cooper, por fin, nos desgarre el Dogma.
A mitad de camino entre un Burrough reblandecido y una publicidad dictatorial, “Contacto” empantana a sus lectores en la pedantería de el que algo sabe de psicoanálisis, en la necesidad de exigir a la familia que cumpla, urgente, con sus deberes.
En rigor, el autor se cuida muy bien de traficar opiniones, explicaciones y moralinas; pero, también, se esfuerza en el hacinamiento, clandestino, de ausencias paternas. Fórmula que no puede sino inspirarnos la misma resaca que su contracara en “Las Vírgenes Suicidas”; es decir, esa inerte tentación de desculpabilizar a los adolescentes (y adolentizados) por sus extremos, y –dado que las cosas no deberían quedar impunes- culpabilizar a los adultos extremistas.
Hace un tiempo, no mucho, desde el siglo XIX, más o menos, que las estructuras elementales de parentesco se han convertido, entre otros desperfectos, en la sustancia afectiva encargada de vigilar y castigar la sexualidad (y demás consumos) de sus víctimas. Denunciar su fracaso, a simple vista o susurrando, es, realmente, tener escrúpulos, además de reivindicar otros controles importantes (sobre las familias, los padres y sus engendros).
“La familia es la única institución verdaderamente viva en la conciencia (…), pero viva más como drama contractual, jurídico, que como agresión natural y sentimental. La familia es el Estado (…). Dentro de esta institución que es la familia, el [hombre occidental] pasa la frontera de su trágica y natural soledad y se adapta, mediante un modo aparentemente contractual de relaciones a la convivencia”
El día de la lechuza
Leonardo Sciascia (1960)
O, lo que es lo mismo aunque en términos foucaultianos, se disciplina.
Quien desee ser apóstol beatnik no puede sepultar algunos preceptos: la drogadicción, el alcoholismo y las perversiones polimorfas no violan ni escandalizan la lógica capitalista, por el contrario, la apuntalan. Imantando en la droga otros abusos y compulsiones, William Burrough solía subrayar que no existía mercancía tan ideal como ella, álgebra perfecta de la necesidad y la posesión. Esta modesta infidencia basta; es la prueba histórica de que los límites que se pueden superar consisten, solamente, en transformaciones parciales y no en la promesa de la Liberación.
Cooper se distrae, se aferra a una extraña dimensión donde los prejuicios que creía dilapidad (con sadismo de elenco y prosa) se arraigan o, más bien, se amplifican en los detalles obscenos de la abstinencia crítica.