Como en
algún momento de su historia – década del veinte a finales de los cincuenta
aproximadamente- el cine de terror no podía abstenerse de Condes Dráculas, monstruos,
brujas de la Inquisición y demás “otredades”. Así como casi nunca pudo omitir
los efectos de sonido y las brumas que hicieron posibles muchos de nuestros
sustos. De un tiempo a esta parte parece que no puede prescindir de la etapa
evolutiva más inocente pero también más perversa y polimorfa que haya fabricado
la sociedad moderna (Ariés, 1960/1987): la niñez.
En
efecto, desde los últimos años de los sesenta son muchas las películas de
terror made in USA que han elegido las figuras y las costumbres infantiles como
matriz, explicación, sino como encarnación misma de lo siniestro y/o la maldad
(Robin Wood, 1979/1987).
Creemos
que la insistencia en este lazo no es una casualidad ni, únicamente, una
fórmula comercial. Como planteaba Roland Barthes (1970/1980) aunque no sabemos
“si las cosas repetidas gustan – como dice el proverbio- (creemos) que, por lo menos, significan”
(pág. 14), son mensajes, usos sociales.
El
presente trabajo pretende ser un ensayo
de lectura acerca de algunas modalidades de enunciación utilizadas en el
film El
bebé de Rosemary (Polanski, Estados Unidos, 1968), una de las primeras
películas de terror que enlaza la “maldad” con la imagen del infante.
Como los
cambios nunca son tajantes, la novedad, en tanto categoría estético-discursiva,
solo puede ser relativa ¿qué del cine de terror tradicional pervive en El bebé de Rosemary? Y ¿en qué medida se
presentan innovaciones? Serán las preguntas-faro que guiaran este trabajo.
CONTEXTO DE PRODUCCIÓN, CIRCULACIÓN Y RECEPCIÓN DE
“EL BEBE DE ROSEMARY”
Famoso por tres convulsiones
sociales que buscaban cambiar el mundo[1]
y algunos bombardeos[2]
que casi lo anulan, 1968 es también el año en que se estrenan tres films que
resquebrajaron el estilo de la ciencia ficción y del terror[3]
en el cine: “2001: Una Odisea al espacio”
(Stanley Kubrick, Estados Unidos); “La noche de los muertos vivientes”
(George Romero, Estados Unidos) y “El
bebe de Rosemary” (Roman Polanski, Estados Unidos).
Aunque no constituyeron un programa
conjunto ni homogéneo, frente a los cineastas de generaciones anteriores y a
otros que le son contemporáneos, los directores que se agolpan en el párrafo de
arriba, optaron por poner en escena un desencuentro entre lo siniestro y la alteridad;
y/o un encuentro entre el peligro y la identidad.
El uso
del razonamiento y la técnica como carácter inaugural pero, también, devastador
del ser humano en “2001:una Odisea al
espacio”; los vivos –por sus costumbres de clase, consumo y egoísmo- como
villanos en medio de muertos con hambre[4]
en “La noche de los muertos vivientes”;
la cosmopolita New York como pesebre del anticristo en “El bebe de Rosemary” son algunos de los efectos de sentido[5] que
denuncian, entre otras cosas, que la amenaza puede adoptar rasgos antropomorfos
y cotidianos; que el hombre cobija en su interior instintos autodestructivos.
Como la
puntual contemporaneidad parece comprobarlo, el otro denominador común que atraviesa
a este grupo de films es el clima socio-histórico: esas condiciones socio-semióticas
de producción, circulación y recepción que hicieron posible sus existencias,
sus temáticas, los modos de abordarlos, sus enunciaciones, sus elecciones
estéticas y estilísticas, sus lecturas… es decir sus formas y sentidos.
Corrían
los últimos años de los sesenta en Norteamérica. John Kennedy había sido electo
presidente allá por 1961; el país se convertía en garante del capitalismo y
estaba dispuesto a intervenir militarmente en los lugares del mundo donde lo considerara
necesario. Estas propuestas de representación y percepción cinematográficas son
hijas de un sentir a la vez reaccionario y pesimista frente a ese contexto;
expresan una sensibilidad paradójica que parece ir a caballo entre:
“Un interés por
la violencia; una preocupación por lo sexualmente perverso; un deseo de armar
bullicio; un talante anti-cognitivo y anti-intelectual; un esfuerzo por borrar
de una vez por todas las fronteras entre el “arte” y la “vida”; y una fusión
del arte y la política” (Bell, 1976/1994: pág. 122); pero también:
Un proceso que
transformó los saberes que el proyecto sesentista de emancipación consideraba
mas fértiles como instrumentos de lectura y de cambio (grosso modo las
“ciencias humanas”) en inspiración y alimento de esa lógica de mercado que en
un principio denunciaba (Pauls, 2010)
La
colocación del sexto largometraje de Román Polanski, El bebé de Rosemary, dentro de estas innovaciones
estético-discursivas y contestatarias es ambigua. En un sentido se puede decir
que forma parte de la renovación porque además de compartir lo epocal, plantea
que el anticristo puede estar entre nosotros, ser un niño nacido de una mujer
mortal o el producto de un delirio; y, además, que nuestros vecinos pueden ser
el enemigo. Sin embargo, en otro sentido y más allá del tratamiento “realista”
que Polanski plasma en la película, se respetan muchos de los cánones iconográficos
del género de terror tradicional (Hormigos Vaquero, 2003): hay brujos
excéntricos, rituales satánicos, usos típicos del claro-oscuro, talismanes,
énfasis en la simbología cristiana, etc.
Sólo
desde ese lugar bisagra, lleno de oscilaciones y hasta de contradicciones,
podemos aproximarnos a algunos de los elementos que componen el film El bebé de Rosemary.
MODALIDADES DE ENUNCIACIÓN:
Un discurso es un espacio habitado,
rebosante de actores, de escenarios,
de objetos
y leer
es “poner en movimiento” ese universo.
(Eliseo Verón- 1984/2004-, Fragmentos
de un tejido, pág. 181)
- EL ESCENARIO: EL EDIFICIO DAKOTA
Las primeras noticias que uno puede tener del Dakota suelen ser escalofriantes. Desde la tasación de sus departamentos[1] hasta las gárgolas de su arquitectura, pasando por las leyendas negras[2] y los requisitos de admisión que supuestamente imponen los inquilinos, cada componente del escenario principal de esta historia intimida. Es un depósito de rumores y misterios que tanto el tiempo como la predisposición no hacen más que reforzar[3]. Ritos satánicos, suicidios, asesinatos célebres, ruidos y olores extraños son algunos de los significantes populares que se imantan a su imagen y la espesan, que la recubren de mitos[4] e imaginario.
La
elección del Dakota como representante de la vieja y victoriana casa Bramford,
entonces, más que reconstruir el entorno sobre el que se desarrolla El bebe de Rosemary, pone en juego (se
adhiere y actualiza) toda una constelación de mensajes e imaginarios que no
solo in-forma donde suceden los
hechos sino, también, a qué se le
puede temer. Condiciona el tono de la mirada y de la narración, las empuja y
las define en función de lo que se cree
acecha en el famoso inmueble de la calle 72.
Pocos son
los planos-detalle en esta película[1].
Apenas un pavo para la cena, el anillo de un Papa Satánico, un talismán relleno
de raíz de tanis[2],
un pesebre y Rosemary consumiendo carne casi cruda. Los elementos que adquieren
dimensiones macroscópicas aparecen, sin embargo, como productos de una
elaboración semiótica previa, articulada en otra parte; no en la imagen que
invade la totalidad de la pantalla sino en un paisaje discursivo y cultural que
la excede. Todos estos planos parecen estar investidos y amalgamados a lo que
Roland Barthes (1980/1989) denomina un studium, es decir, suponen en el
espectador un adiestramiento, una conciencia y un saber que acoplará estos
elementos a simbologías y premisas (en este caso) cristianas.
Ese
énfasis en las tradiciones religiosas le permitiría a Charles Derry proclamar
que El Bebé de Rosemary es una típica
película de terror sobre el demonio. Sin embargo, Polanski aprovecha esta forma
institucional de representar al diablo para subvertir al género desde adentro
(Hormigos Vaquero, 2003). Así, los planos-detalle no sólo agregarían un par de
balizas e indicios para organizar las líneas narrativas y sus direcciones, o
para revelar poco a poco el posible final; sino que la condensación e inversión
que operan sobre el credo cristiano también insinúan una dimensión crítica que
apunta y dispara sobre creencia e, incluso, instituciones que, de alguna
manera, las imágenes y los discursos que rodean el nacimiento de Jesucristo
legitiman: la familia, la iglesia, la adoración del infante (y la suposición de
su bondad), la humildad, la virginidad, entre otros.
LAS RENOVACIONES EN EL CINE DE
TERROR
A.
INTERIORIZACIÓN
Y COETANEIDAD DE LO SINIESTRO:
Desde los
créditos del film Polanski hace nacer una relación incómoda entre el contexto y
el escenario. El plano de establecimiento nos muestra (de modo horizontal[3])
una New York luminosa y moderna que, de pronto, es desgarrada gracias a ese
territorio de-solado al que ingresan los protagonistas. Esa primera operación,
sirve de mapa y calendario y, precisamente por su carácter cronotópico[4], introduce en el
paisaje un contratiempo.
Anacronismo/contemporaneidad;
parsimonia/vértigo conviven en el relato desde el comienzo no de forma
contradictoria pero, tampoco, armónica. Los primeros elementos de estas
antimonias aparecen principalmente en el escenario y los segundos, en el
contexto. Por un lado, entonces, las velocidades y los ritmos de la Bramford son
aletargados y parecen, incluso, estar en suspenso, tomando solo entidad en la
medida que algún injerto sonoro (el tic tac del reloj), corporal (el
crecimiento del vientre materno) o de vestuario (minifaldas, mangas largas) nos
recuerdan su existencia. Por otra parte, las calles de la ciudad son tan
precipitadas que atropellan[5],
aturden[6]
y actúan como la periferia de un agujero negro que succiona todo hacia su
centro de tal forma que el contexto más que una vía de escape es un lugar que
devuelve al interior[7].
Altercados
parecidos –matizados sobretodo por el punto de vista emotivo-valorativo de la
protagonista[8]-
brotan de los vínculos que se establecen entre los interiores y los exteriores.
Las aberturas y las fuentes de luz interpretan minuciosamente y con gran
disciplina los estados anímicos de Rosemary:
Si ella está
alegre (al menos estable) o cree poder encontrar ayuda en el medio: las
ventanas del escenario están abiertas, se ven las cortinas moverse por el
viento, la luz del sol y los ruidos de la ciudad ingresan a través de ellas y
es posible visualizar edificios detrás de sus vidrios.
En cambio
cuando la protagonista filtrea con las sospechas, los miedos y la locura[9]:
las mismas ventanas están cerradas, dan hacia rejas o paredes; las únicas
puertas que quedan abiertas son la de los armarios y las alacenas[10],
las fuentes de luz son cubiertas por los cuerpos o quedan, deliberadamente
fuera de campo.
Tal vez
son detalles mínimos, “casuales”, pero así anudados puede que en unos insinúe
un germen pero en el otro (en el exterior) no el antídoto. Coquetea con esa posibilidad: el teléfono
–representante de la modernidad y lo externo- promete ayuda y golpea para
defender; amaga dar un golpe importante, pero no puede evitar que lo siniestro
prosiga su obra porque eso corrompe desde adentro, desde el interior, y, por lo
tanto, se traslada con el cuerpo mismo.
A.
LOS DOS FINALES
POSIBLES:
Como si fuera un discípulo de Todorov (1970/1981), Polanski mantiene hasta el final e, incluso, más allá de él, la ambigüedad. Nunca tendremos la certeza de si el hijo de Satán ha nacido o es solo el delirio de una mujer embarazada: ¿realidad o locura? “¿verdad o ilusión? Llegamos así al corazón de lo fantástico. En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos. O bien el diablo es una ilusión, un ser imaginario, o bien existe realmente, como los demás seres (…) Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre.” (pág. 15)
Pero si bien estaremos siempre en la duda del final (sea cual sea
nuestra simpatía y nuestra antipatía), nos parece, que de algo sí podríamos
estar seguros. Ambas soluciones, están apoyadas en esa hipocresía burguesa que
supone a veces la “hipótesis represiva”
de la que hablaba Michel Foucault allá por 1976 (1996). Es decir, que, por un
lado El bebé de Rosemary parece
escandalizarse y denunciar los tabúes sexuales que impone la sociedad[1],
y las estructuras elementales de parentesco que propone nuestra sociedad
occidentalizada como el espacio más idóneo para confiscar la crianza de
cualquier niño[2],
etc. Pero, no obstante, parece conforme con (y, por lo tanto, legitimar con sus
discursos estéticos y enunciativos) los dispositivos de saber y poder que esta
hipótesis es capaz de generar. Nos referimos particularmente a:
La
histerización de la mujer: “la Madre, con su imagen negativa que es la “mujer
nerviosa”, constituye la forma más visible de la histerización” (Foucault,
1976/ 1996, pág. 127); y
La
infantilización de la maldad (Foucault, 1975/ 2001).
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[1] Planteando, por ejemplo,
que se puede concebir al niño en medio de una orgía ( imagen irónica que por un
lado enlaza el pecado a la sexualidad, y por otro se mofa a la virginidad y la
monogamia, arriesgándose a que la película sea sancionada como “condenada”- C-
como efectivamente sucedió).
[2] La familia nuclear y
típicamente edípica: mamá, papá e hijos.
[1] La mayor parte del film
está enmarcada en planos medios que muestran a los personajes de la cintura
para arriba o de la cintura para abajo.
[2] La pimienta del diablo.
[3] Tal vez Lacan y su pandilla de psicoanalíticas encuentren
irresistible otorgar a estos planos horizontales, los prestigios especulares y
de reconocimiento que conlleva la relación con el semejante, con el otro (sin
mayúscula) que se produce a partir del estadio del espejo.
[4] Bajtin (1980/1988) define
el cronotopo como la forma en que la
obra procesa el tiempo y el espacio, más que como categorías trascendentales,
como percepciones subjetivas e ideológicas.
[5] En los últimos minutos de
la película, Rosemary casi es atropellada por un taxi al cruzar la calle.
[6] El volumen de los sonidos
de fondo aumenta cuando se trata de escenas filmadas en exteriores y, en
particular, en las calles de la ciudad.
[7] Cuando Rosemary sale del
edificio, y más aun cuando esa salida supone la búsqueda de ayuda, siempre
alguien la lleva nuevamente a la Bramford. Así, cuando ella se va a encontrar
con Hutch en el café, porque él tiene algo importante que contarle, la señora
Castevet la encuentra en un escaparate y la acompaña de vuelta a casa; y,
cuando Rosemary intenta huir de aquellos que ella considera sus enemigos en los
últimos minutos del film, y recurre al Dr. Hill, éste llama a su marido y al
prestigioso médico amigo de los Castevet que la ha asistido durante todo el
embarazo, que finalmente la van a buscar y la escoltan hasta el siniestro
edificio.
[8] “Nosotros... estamos con Mia. Es decir,
estamos con Rosemary. Nosotros, me refiero al público. Se refleja su punto de
vista. Todo el film se muestra desde su punto de vista. Como el libro, está
escrito casi todo en primera persona. No hay una escena en el film que no pueda
ser vista por Rosemary. Es un punto de vista muy subjetivo” (Entrevista a Román
Polanski, 2001)
Además de algunos
planos en contrapicado que muestran la escena desde su posición, la falta de
episodios en las que ella no participa parecen probar lo que declara Polanski:
que la cámara (en armonía con la novela) atribuye la mirada y la enunciación a
Rosemary. Es un punto de vista excluyente que solo permite conocer al resto de
los personajes por lo que hacen o podemos imaginar que hacen cuando ella los ve
y/o los escucha. Pero es además, un
punto de vista que desde el mismo título predispone al espectador a una empatía
fatal con ese personaje.
[9] También demostrado a través de un estado físico
deplorable impregnado de palidez, ojeras y pérdida de peso.
[10] Es decir puertas interiores que conducen a más
interiores o paredes.
[1] Que según vox populis la tasación de un departamento de
este edificio se aproxima a
los ocho millones de euros.
[2] Cuentan las leyendas que a
principios de siglo solían reunirse en este edificio grupos satánicos pues se
suponía que el solar donde se erigía concentraba las fuerzas maléficas. Se
comenta, también que fue el hogar de algunas celebridades siniestras como el
actor Boris Karloff (ícono del cine de terror desde principios de la década del
veinte), Edward Alexander Crowley (1875-1947, más conocido como la “Gran Bestia
del Apocalipsis”, ocultista y mago negro), y Gerald Gardner (1884- 1964,
ocultista y sumo sacerdote de una religión neopagana llamada Wicca que incluía
entre sus ritos la hechicería, aparentemente Polanski se habría inspirado en su
figura al moldear los rasgos de los brujos que aparecen en El Bebé de Rosemary).
[3] Durante el rodaje de la
película Mia Farrow (la protagonista) tuvo algunas crisis de nervios y
desequilibrios emocionales que la llevaron a separarse de Frank Sinatra.
En 1969, un año después de haberse estrenado “El Bebé de Rosemary”, la esposa de Román
Polanski (Sharon Tate) fue asesinada. Un grupo de satanistas liderado por
Charles Manson (que había realizado manifestaciones frente al Dakota para
impedir el rodaje de la película) ingresó al departamento de Sharon en Cielo
Drive, y con un tenedor mató a la mujer, al bebé que llevaba en su vientre y a
los cuatro amigos que la acompañaban en ese momento.
El 8 de diciembre de 1980 otra cosa sucedía en la
entrada del Dakota: John Lennon era asesinado por uno de sus fanáticos. Mark David Chapman disparó cinco veces contra el
famoso cantante, y declaró, luego, haber recibido órdenes de Satanás para
proceder de esta manera. Actualmente, Yoko Ono, la mujer de Lennon, continúa
viviendo en el edificio.
[4] Por que, según Roland Barthes (1971/ 1999), “lo
mítico está presente en todas partes en que se hacen frases, en que se
cuentan historias“ (pág. 86)