Se ojea bastante, entre los
años cincuenta y los setenta, en nuestras películas de terror. Rhoda (La mala semilla, 1956), por ejemplo,
tenía una mirada alcahueta, capaz de delatar cualquiera de las artimañas que su
aspecto infantil y burgués volvía en ella impensables. Y ni que hablar de las
propiedades paralizantes y abrasivas de los ojos de los cuclillos de Midwich (El pueblo de los malditos, 1960) y de
sus hijos (Los hijos de los malditos,
1963) cuando se trocaban al amarillo.
¿Por qué mira raro la
Señorita Giddens, la protagonista de la novela de Henry James (La otra vuelta de turca, 1898) que
Truman Capote y William
Archibald adaptaron al cine en 1961? En principio porque se sorprende: ante un
tío algo guapo que le prohíbe molestarlo por cualquier cosa (por extrema que
sea) que tenga que ver con esos dos huérfanos que han quedado bajo su tutela; o
ante la belleza del paisaje y la mansión que la hospedarán en Bly; o porque
Miles (el pequeño instruido) no menciona por qué lo expulsaron del colegio.
Pero luego, luego la vista comienza a desorbitarse, pasando de la sorpresa al
espanto. Un tipo que la observa desde la torre de la mansión; una señorita,
vestida de negro, que se cruza en su camino, sin mirarla, mientras juega a las
escondidas con los niños; y otra vez el tipo en la ventana y la mujer en el
lago y la mujer llorando en el escritorio. Son Quint y la Señorita Jessel,
están muertos, fueron amantes y apasionados, en un tiempo cuidaron de los niños
y siguen merodeando la mansión. Ella puede verlos, tiene la certeza de que las
criaturas saben algo y que debe salvarlos.
No hay una sola escena de ese
blanco y negro deslumbrante en que la Señorita Giddens no esté y no nos permita
asomarnos al modus operandi de las certidumbres y de los métodos (desesperados,
beatíficos pero también mortales) con que intenta hacer confesar a las
criaturas lo Real de sus percepciones.
¿Heroísmo o delirio? Esa es la
pregunta que ni Henry James ni Jack Clayton (el director de la película) se
molestarán en contestar. Ese es el silencio en que reside toda la fuerza del
film y que el beso final del film se encargará de ensombrecer aún más.