El Desierto del Amor[1]
Y con las luces del alba
Antes que tu te despiertes
Se hará ceniza el deseo
me marcharé para siempre.
Y cuando todo se acabe
Y se hagan polvo las alas
No habré sabido por qué
Me he vuelto loco por nada
(Pedro Guerra. “Deseo”)
Puede que Lacan y sus secuaces encuentren irresistible otorgar a esta
novela de Haruki Murakami los prestigios sintomáticos que conlleva el deseo. Si
la narración demora, una vez tras otra, su satisfacción (o, más bien, su
imposibilidad) no es para dilatar la intriga, sino para abordar esa zona
inhóspita y desértica que precede –y sucede- amores primarios.
Para
decirlo de entrada, durante 25 años, Hajimé sólo se ha dedicado a cultivar las
proezas del deporte burgués: la de un camalote que se abandona a la inercia
cotidiana.
Hijo
único de una familia de clase media con mascota y jardín, pasa su infancia sin
respirar las secuelas de la reciente guerra; la adolescencia entre el
bachillerato, la universidad y revueltas estudiantiles tan clisé como sus
exploraciones sexuales. Cuando orbita la veintena, los días oscilan entre la
soledad y el trabajo desganado; y a los treinta –como la mayoría de la gente de
su clase social, cultura globalizada y un aspecto físico que no cae en el
ángulo inferior- se casa, tiene hijas, monta una empresa agradable y rentable,
mantiene relaciones pseudo-conflictivas con su suegro, hace vida sana y,
ocasionalmente, es fiel.
Pues sí: la biografía de Hajimé no es propensa a
lo “no autorizado”. De ahí esa sensación de deja-vú
que provoca su lectura, de ahí las ganas de abofetearlo… Porque, hay que
admitirlo, es el logotipo de lo políticamente correcto y disciplinado; una
muestra de esa legión de criaturas insípidas y ridículas que aspiramos a una
“zona franca” que apague los automatismos.
Mezcla fallida de huida, acontecimiento y
delirio, Shimamoto, como todo primer amor, hereda las medidas y colores que uno
desee darle; o, en palabras de Murakami, su arte consiste en crear las cosas
que no tienen forma.
Sin embargo, dadas las suturas infantiles y
narcisistas de que están hechos los recuerdos, dada la depuración (de cojeras
incluidas) y la mala luz que empañan los reencuentros, el desgarro no puede ser
más que mecánico… No hay solución para el vacío. Alguien, quizás, por una
temporada, lo orille; pero sólo para profundizar, después, el fracaso de una
vida extraordinaria, lo insulso de lo holgado, y la promesa de un amor
verdadero. O, lo que es más o menos lo mismo, para dejar al desnudo nuestra
ilusión de adultez, nuestra alienación y nuestro eterno complejo de la Cenicienta.