29/3/16

LOS HIJOS DE LOS MALDITOS (Anton Leader, 1963)


A los diez años Paul precisa seis minutos, tres segundos para resolver los ocho test de inteligencia que a un adulto superior a la media le cuesta algo más de dos horas. Su madre (una modelo desprolija, malhumorada, que fuma ¿marihuana? y termina arrojándose debajo de un camión para confesar – ¿histérica, megalomaníacamente?- que su hijo no tiene padre porque jamás la tocó un hombre), de seguro,  no puede ser la base biológica ni ambiental de semejante prodigio. Eso es lo piensan los expertos de la ONU, un genetista y un psicólogo lanzados a comprender y a explicar ese caso  que solo reconocería un rival capaz de hacerle sombra: cinco niños más, de la misma edad y con una puntuación idéntica a la de Paul desparramados por el mundo.
Toda desproporción, de una u otra forma, incomoda al medio que la hospeda. Las del cuerpo, no encajan, estorban. Las de la mente, no suman, insultan. Solas (como excepción) quizás puedan resplandecer entre la mediocridad que la rodea; un privilegio que reclama, sin embargo, control, mesura, tácticas de acomodación; una especie de contrato que permuta la supervivencia por la libertad. 
En manada, en cambio, la medida de la extravagancia no es el asombro sino el espanto. No es el peligro sino la peligrosidad, algo temible que existe antes e, incluso, al margen de cualquier crimen o pecado. Y cuando de cuestiones sociales se trata del miedo y la incomprensión a la exclusión hay tan solo un paso, un paso que esta historia, lamentablemente, no tarda en dar.
Juntos y recluidos en una vieja Iglesia, los chicos superpoderosos ni siquiera pueden formar un gueto: no se relacionan con nadie (ni siquiera entre sí), no son un grupo sino una misma y única entidad; son demasiado estupendos para ser ninguneados y demasiado superiores como para que la desprotección y el aislamiento (por sí solos) los exponga a la muerte. Son, en todo caso parias, seres que no forman parte de nada, que no tienen un lugar en el mundo ni el derecho a permanecer en él. Todo lo que franquee su fortaleza es promesa de embestida: intentos de separarlos, de reinsertarlos en familias humanas, de manipularlos, de convencerlos con razonamientos morales que sus predicadores no practican y finalmente de acribillarlos. La carta de estrategias es variada, pero funciona siempre en un mismo plano, el plano de la lógica binaria y absolutista: el plano del todo o nada, de ustedes o nosotros, de la civilización o la barbarie, el plano donde la convivencia nunca es una buena opción.


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