Sin ningún tipo de
rodeo la adaptación cinematográfica de la adaptación teatral de la síntesis
esquemática de la novela de Bram Storke (1897) disipa de entrada cualquier
pregunta ¿quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Estamos en Transilvania
(Rumania) y es Noche de Walpurgis: Nosferatu y sus esposas saldrán de sus ataúdes
hechos vampiros y hombres lobos para beber la sangre de los vivos. Puertas y
ventanas deben cerrarse antes de la puesta del sol. Los pueblerinos rezan, se
santiguan y portan amuletos en forma de cruz. Pero un negocio es un negocio
piensa Renfield y ahí va, a meterse a la boca del lobo y del vampiro dentado
¡Glups! ¡Glups! Se transforma en súbito del Conde Drácula más dandy de la
Historia (Bela Lugosi), se encarga de radicarlo – con el arsenal de tierra
natal necesaria para que descanse de día- en Londres, donde es tomado por un
loco papamoscas y como pista que guiará a Van Helsing hacia el verdadero
peligro: el donjuán no-muerto que ya ha comenzado a mordisquear chicas bonitas
por la civilizada ciudad.
Lo que sigue son los
intentos caseros –porque casi todo sucede dentro de la mansión del director del
loquero- de un famoso científico por convencer a sus pares (con unos diálogos
dignos de un manicomio pero que pronunciados por aristócratas y gente del saber
adquieren legitimidad) que “la superstición del pasado puede convertirse en la
realidad científica del presente “(min 31) y de salvar a Mina (la pura,
comprometida y escuálida hija del dueño de casa) de la lúbrica influencia del
Vampiro. Espejos, ramas de guardalobo, crucifijos, por ser un hombre “que no ha
vivido ni una vida” Van Helsing es bastante astuto. Pero no es eso lo que lo
hace héroe: el Doctor es además un ser bonachón, urbanizado, inteligente,
cristiano, tiene una voluntad de hierro y sabe perfectamente cuando, donde y a
quién clavarle una buena estaca.