Todo sería más fácil sin la dedicatoria. Si la intención descansara sólo en narrar el regreso del estudiante a un mundo anfetamínico y obsceno. Pero el problema no es la ferocidad del discurso. El problema es que Menos que cero es, de algún modo, un libro póstumo. Tras la muerte, por sobredosis, de su amigo (Joe McGinniss), Ellis busca venganza y monta su versión de los hechos. La hipótesis es sencilla: acorralados por la frivolidad, la riqueza paterna, los trastornos alimenticios y los de sueño, las adicciones, el sexo y la imposibilidad de razonamiento; los adolescentes millonarios deambulan por Los Ángeles como verdaderas bombas de tiempo… El fenómeno necrológico se convierte, así, en una cuestión social; no tanto porque denuncia los monstruos que engendra el consumo, sino porque soborna con la promesa de una dignidad exclusivamente popular. En este sentido, nos emociona con parábolas del tipo: “el opulento nunca conocerá la verdadera riqueza de la vida y, además siempre estará solo…” Desestimando la simpatía que inspira la revancha social (aún una meramente conceptual), rechazamos el uso intensivo del resentimiento como medio para subestimar al opresor. Creemos que un estereotipo que se demore en la superficialidad del poderoso es, metódicamente, infantil. No olvidamos que, en el campo del poder, aquellos que ocupan un espacio privilegiado abogan por la reproducción social, no por la autodestrucción. No hay dudas, Ellis tiene talento. Su novela no falla como ficción y, tampoco, como consuelo (en la medida que el consuelo se sustenta en la ficción). Pero sí fracasa como lucha: sostiene una imagen oligofrénica del poder que mantiene, no obstante, la efectividad de su funcionamiento.
(Notas sobre los personajes centrales de la novela)
Hay una demanda sin la cual al Best-seller le resultaría difícil ser calificado culto en nuestro –tan occidentalizado- hábitat: la plusvalía instructiva. Así todo un rosario de curiosidades sociológicas (historia, geografía, clima, política, costumbres) honra la erudición del público, y exige al autor extranjero asumir su propia rareza.
Pero la excentricidad turística no parece responder aquí a un paladar aventurero, sino inaugurar, multiplicar y, al mismo tiempo, anular un prontuario de otredades acaso no tan clisé como el didáctico.
Los casos clínicos de Amos Oz están hechos de una paradoja, de una esquizofrenia natural, de un canje de devenires…
A lo largo de la primera mitad de la novela, Yonatán Lifschitz no hace más que postergar su fuga. La constancia es tan terca como la de cualquier usuario que reclama al 0-800. El hábito, como mínimo, escrupuloso. Paralizarse en el Km. 0, en esa zona neutra donde nada hay y, sin embargo, todo es posible; donde la inmovilidad da –proclaman los budistas- sensación de libertad; suele ser menos traumático, y más entretenido, que admitir la asincronía entre la vastedad del deseo y el peso de la realidad.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando el método de la atonía comienza a exasperar? Entra en escena (exaltado) Azarías Gitlin: la antítesis perfecta del buen sedentario, el otro… Coincidencia brutal, que, lejos de oponer identidades, pone en funcionamiento una disparatada máquina programada para evitar que alguien salga herido, deje un vacío o se quede con las ganas.
Pero, para que el drama no se disuelva (o para que se active), algo faltaba: la resaca de alquilar vidas ajenas.
En efecto, el paraíso no estalla del otro lado del espejo, se destripa. El prófugo es devuelto, entonces, a su remitente. Y el principio irrumpe sobre el final: ligados, entre otras cosas, por un cordón umbilical de procedencia dudosa[1], los personajes de la historia condensan (tal vez) sus singularidades, comprendiendo (acaso) que esa compulsión por ser distinto no es mas que la reacción instintiva ante el saber que todos sentimos o fingimos sentir lo mismo (amor, soledad, desgano, utopías) y en eso todos nos parecemos.
Se podrían haber conocido antes. En algún concurso escolar sobre cultura. En 1959, en Trafalgar Scquar, donde coincidieron –ignorándose- junto a otras veinte mil personas decididas a prohibir los bombardeos.
Se podrían haber casado un año después. En 1963, cuando en Inglaterra todos los milagros de la promiscuidad comenzaban a enmohecer la culpa. El tiempo llegó demasiado tarde no sólo para Larkin. Llegó impuntual para Edward y Florence; cuando de su noche de bodas quedaba lo irreparable, la condición trágica de la revolución impensada, la piel sin estreno, el reembolso de los regalos…
A Freud le hubiese sido fácil, o al menos original, otorgar a los personajes de Chesil Beach los prestigios sintomáticos de cualquier victoriano. La reacción, hoy, suena lógica. Hecha a imagen y semejanza del sentido común es, también, interesante.
Quizá al suspender los hechos en un instante-bisagra (1962) McEwan no pretenda campear la moral puritana: sus rituales, sus catástrofes… sino resucitar el costado siniestro denuestra retrospectiva.
Con siglo y medio de Darwin al ojal y más de cuarenta años de sexo, droga y rock and roll, parece costumbre confundir la posteridad cronológica con superioridad erótica, sanitaria y discursiva. No son sólo juicios amalgamados. Quiero que se entienda bien la situación. Es un acto de respaldo y conformismo: su arte consiste en vanagloriar los tapujos que supimos levantar, las verdades que creímos encontrar… en satisfacernos… en hacernos mejores. Es un gesto a contratiempo, que nada dice de la rebelión de Florence (resistencia que atraviesa tanto el pasado como el presente, y con el que no hace falta estar de acuerdo) y todo, en cambio, de nuestra alineación.
Todo el mundo –occidental- sabe cómo corromper la timidez. Hay películas, prácticas electrónicas o inflables, pastillas, manuales, ratones, zonas desoladas, inmuebles, antiguas profesiones, divanes, ovejas… Lo que se ignora por completo es cómo sortear la saturación de estímulos; cómo clausurar las demandas cosméticas y de consumo; cómo olvidarse de las obligaciones posturales… Cómo hacer de la sexualidad el espacio extra-ceremonial por excelencia: unlugar de intimidad, de pura anarquía, donde la actuación y la moda sean reemplazadas por el desenfreno. Cómo hacer propio un deseo después de dedicar años a expropiarlo. En otras palabras: cómo pensar otras formas de libertad.
¿Por qué burlarnos de Florence? ¿Para conmemorar nuestra esclavitud? ¿Por qué no ver en el respeto por el deseo –propio y ajeno-, en los fundamentos de su amor libre, una voluntad de sublevarse mucho mas honesta que nuestros alardes voluptuosos?
No desconozco que podría haber hecho un comentario mejor. Hablar, por ejemplo, de la diferencia de clases entre los amantes; del amor platónico; de la inexistencia- desprestigio de la adolescencia; de los malentendidos que cambian la vida entera de manera instantánea; del terreno del erotismo como violencia ( al mejor estilo Bataille); o del inevitable desencuentro en el amor y en la comunicación… Pero (¿cuándo no?) me he ido por las ramas y no fui fiel al proyecto de Ian McEwan. Para compensar mis desvíos tal vez sirvan los siguientes sitios web:
¿Qué es un “Dietario Voluble”? ¿Un plan alimenticio para turistas? ¿La agenda de una pompa de jabón? ¿Una receta médica? ¿Un nuevo periódico? Son los dilemas que se barajan antes de tropezar con la espalda de Enrique Vila-Matas, o, más bien, con su mano impúdica… Nada conquista tanta confianza como un gesto tamaño íntimo y doméstico. Nada seduce nuestro entusiasmo como las páginas de este libro.
Para que no queden dudas, lo diremos: Dietario Voluble es la celebración sinestésica de la lectura: las palabras saben a piel de naranja; los autores huelen a palmeras; y la vida suena a mosquitos tocando –Be My Baby en- el saxofón… La literatura a Vila-Matas se le mete por los sentidos, y se le escapa por la escritura. Es algo orgánico, radicalmente ilimitado.
Puede que exista un “personaje” Vila-Matas, sólo que no tarda en ser fagocitado por La vida de los otros; que se engalana de todas las condiciones atléticas para lanzarse al exilio, con encarnizada puntualidad, en el instante mismo en que creemos descubrirlo… Lo cierto es que, en este diario, nunca nos encontraremos frente a frente con el autor: ni en la portada, ni en la solapa, ni en su interior… y acaso tampoco importe demasiado. En todo caso, es mejor perderlo que encontrarlo – aquí y no vagando en sus novelas-. En todo caso, las urgencias bien podrían ser otras. Para reconocerlas, basta preguntarnos qué hacemos mientras leemos Dietario Voluble. A saber, subrayamos nombres propios, citas, títulos, ideas, buscando aplacar nuestra ignorancia; o nos regocijamos (no sin pedantería) ante casuales coincidencias en nuestras bibliotecas; y en algún momento, cuando logramos disimular el autoerotismo, somos testigos del milagro polifónico, de la renovación -armónica- de la Torre de Babel: todos hablan (Kafka, Borges, Cortázar, Magri, Casas Ros, Walser, Sebald, etc.); desde la novela hasta el ensayo, pasando por la poesía y la autobiografía, los géneros entran en trance y se solidarizan… Agradecemos la generosidad de su anfitrión y le rogamos nunca dude en regalarnos esta clase de libros.