11/5/09

"Chesil Beach" (Ian McEwan, 2007)




Se podrían haber conocido antes. En algún concurso escolar sobre cultura. En 1959, en Trafalgar Scquar, donde coincidieron –ignorándose- junto a otras veinte mil personas decididas a prohibir los bombardeos.

Se podrían haber casado un año después. En 1963, cuando en Inglaterra todos los milagros de la promiscuidad comenzaban a enmohecer la culpa. El tiempo llegó demasiado tarde no sólo para Larkin. Llegó impuntual para Edward y Florence; cuando de su noche de bodas quedaba lo irreparable, la condición trágica de la revolución impensada, la piel sin estreno, el reembolso de los regalos…

A Freud le hubiese sido fácil, o al menos original, otorgar a los personajes de Chesil Beach los prestigios sintomáticos de cualquier victoriano. La reacción, hoy, suena lógica. Hecha a imagen y semejanza del sentido común es, también, interesante.

Quizá al suspender los hechos en un instante-bisagra (1962) McEwan no pretenda campear la moral puritana: sus rituales, sus catástrofes… sino resucitar el costado siniestro de nuestra retrospectiva.

Con siglo y medio de Darwin al ojal y más de cuarenta años de sexo, droga y rock and roll, parece costumbre confundir la posteridad cronológica con superioridad erótica, sanitaria y discursiva. No son sólo juicios amalgamados. Quiero que se entienda bien la situación. Es un acto de respaldo y conformismo: su arte consiste en vanagloriar los tapujos que supimos levantar, las verdades que creímos encontrar… en satisfacernos… en hacernos mejores. Es un gesto a contratiempo, que nada dice de la rebelión de Florence (resistencia que atraviesa tanto el pasado como el presente, y con el que no hace falta estar de acuerdo) y todo, en cambio, de nuestra alineación.

Todo el mundo –occidental- sabe cómo corromper la timidez. Hay películas, prácticas electrónicas o inflables, pastillas, manuales, ratones, zonas desoladas, inmuebles, antiguas profesiones, divanes, ovejas… Lo que se ignora por completo es cómo sortear la saturación de estímulos; cómo clausurar las demandas cosméticas y de consumo; cómo olvidarse de las obligaciones posturales… Cómo hacer de la sexualidad el espacio extra-ceremonial por excelencia: un lugar de intimidad, de pura anarquía, donde la actuación y la moda sean reemplazadas por el desenfreno. Cómo hacer propio un deseo después de dedicar años a expropiarlo. En otras palabras: cómo pensar otras formas de libertad.

¿Por qué burlarnos de Florence? ¿Para conmemorar nuestra esclavitud? ¿Por qué no ver en el respeto por el deseo –propio y ajeno-, en los fundamentos de su amor libre, una voluntad de sublevarse mucho mas honesta que nuestros alardes voluptuosos?



No desconozco que podría haber hecho un comentario mejor. Hablar, por ejemplo, de la diferencia de clases entre los amantes; del amor platónico; de la inexistencia- desprestigio de la adolescencia; de los malentendidos que cambian la vida entera de manera instantánea; del terreno del erotismo como violencia ( al mejor estilo Bataille); o del inevitable desencuentro en el amor y en la comunicación… Pero (¿cuándo no?) me he ido por las ramas y no fui fiel al proyecto de Ian McEwan. Para compensar mis desvíos tal vez sirvan los siguientes sitios web:

· Madame Bovary ha muerto” (entrevista a Jesús Ruiz Mantilla, Babelia)

· Ian McEwan en Chesil Beach” (Eduardo Mendoza, Babelia)

· “Chesil Beach” (Miguel Lodeiro)


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