LA MALA SEMILLA
RESEÑA:
La
única hija de los Penmark tiene todo lo que una publicidad de margarina
desearía: ocho años, un peinado rubio y apretado, modales anticuados, una
sonrisa casi beatífica y hasta el saltito. Tiene, además, talento para el
piano, una familia-modelo cincuenta y pico sin problemas económicos ni
afectivos; y una vecina (aficionada al psicoanálisis) que se la pasa haciéndole
regalos.
Todo
pinta de maravillas en la vida de Rhoda hasta que se cruza con una falta o con
una pérdida (dicen que para el inconsciente lo mismo da). Un compañero de la
escuela la supera en el concurso de caligrafía y se lleva la única medalla de
oro en juego. El efecto de esa frustración es fértil, literalmente fértil: la
niña se encapricha y comienza a brotar en ella La mala semilla, el engendro asesino que da título a la película y
a la desesperación de su verdadera protagonista, Christine, la madre.
¿Cómo
resistir una novela familiar (imaginaria y tortuosa) cuando se convierte en
realidad? ¿Cómo soportar ser la hija biológica de “la mujer más sorprendente
del mundo criminal” (min. 19.42) y no del afamado periodista que cubrió aquel
juicio sin condena? ¿Qué hacer, si mientras una devela este tipo de legado, el
fruto de tus entrañas pucherea arrojando a sus contrincantes caligráficos a la
bahía, desnucando ancianas y quemando al personal doméstico (que mezcla
imbecilidad y astucia) en los sótanos de la residencia? ¿Qué hacer? ¿Ser
paciente? ¿Darle un buen chirlo? ¿Matarla y/o matarse?
Debajo
de ese aire dramático que desfigura con ojeras a la genial Nancy Kelly
(Christine) corre, sin embargo, algo más profundo: la lombrosa idea de que los
desperfectos emocionales de la crianza no pueden explicar cada conducta
inmoral. Una idea sectaria y cinematográficamente creativa que, al menos a
simple vista, no se le ocurre siquiera bosquejar el posible carácter patológico de un capitalismo
asentado en la manía monotemática de acumular chucherías materiales a costa de
todo, incluso de la vida de los otros.
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