Como todas las cosas
que se llaman Fausto (incluyendo los perros y los niños) el film de Murnau
(1926) confirma la sentencia que Goethe hizo novela (1906-1932): absolutamente
nada ni nadie puede resistirse, al menos una vez, al Mal.
Filmada en un impecable
Blanco y Negro, por sumas que superan el millón de marcos y los dos años de
rodaje, la película cuenta cómo un viejo alquimista vende su alma al diablo
(primero para salvar su aldea de la peste, después por placeres terrenales,
entre los cuales se encuentra la juventud eterna): es traicionado por el
usuario (que lo empuja a asesinar a su cuñado) y finalmente salvado por esa
mujer (a la que - por vuelos de placer y evasión de responsabilidades
judiciales- había abandonado,
embarazada; obligándola a vagar por ahí hasta que, acusada por la muerte de su
hijo, es condenada a la hoguera) de quien Fausto está tan perdidamente
enamorado que es capaz de morir abraz/sado a ella. Desenlace antídoto, después
de todo, que demuestra que el amor es el único acto en que una persona entrega
a otra, de una vez y para siempre, su alma entera.
De todos los ingenios
cinematográficos que el dúo Lang- Von Harbou fue mientras duró su matrimonio,
éste es quizá el más monumental y nacionalista. Versión más que libre del Cantar de los Nibelungos, el film
acentúa cómo las pasiones, los instintos y las culpas primeras determinan la
sanción final.
Sigfrido (el lampiño
que sabe forjar espadas y lidiar con dragones de sangre eternizante y con reyes
enanos y maldicientes que se llaman Albericos) aspira a casarse con la hermana
del rey Gunther, la preciosa Crimilda. La perspectiva es prometedora pero antes
recibe un encargo maquinado por el confidente del rey (Hagen): ayudar a su
futuro cuñado a conquistar a Brunilda, una mujer que parece de lo más
indomable. Sigfrido, que tiene una caperuza mágica, ejecuta su misión de manera
eficiente pero como una discreción tan frágil que Brunilda no tarda en
enterarse del pacto y exige, para compensar su enojo, la muerte de Sigfrido.
Encantado, Hagen va en busca de su cabeza (o más bien del hombro que no fue
tocado- gracias a la hoja de un árbol- por la sangre del dragón) y lo asesina.
Fin de la primera parte.
Habiendo jurado
venganza por la muerte de su amado, Crimilda – ahora más fría y feroz que la
misma Brunilda- se casa con Atila, recluta a sus recién adquiridos, salvajes y
brutos súbitos (los hunos) y al mejor estilo Yiya Murano, invita a su hermano y
a su fiel servidos Hagel a que la visiten. Lo que sigue es la emboscada, la
batalla, la espada –ya- de Crimilda decapitando a sus enemigos (en una escena
de la cual hasta Quenquín Tarantino debe resentirse) hasta que absolutamente todos los personajes
caen muertos.
Los
Nibelungos es un
largo (muy largo)metraje épicamente trágico y es también un ensayo extraño e
intuitivo sobre un destino inexorable que -con la barbarie puesta en filas
simétricas- resucita toda su gloria en un suntuoso y sangriento acto homicida
pero también suicida.
Hola, soy el trasplante
siniestro. Tal vez me recuerden por Especiales de Noche de Brujas como la
novena temporada de Los Simpsons,
pero antes de meterme con la nueva y suntuosa cabellera de Homero estuve en Las manos de Orlac de una manera
igualmente artística, aunque no tan graciosa.
Un pianista famoso
pierde sus manos en accidente de tren, su médico se las reemplaza por las de un
fiambre que (irá descubriendo) era un asesino. Como si tuvieran vida propia los
órganos no responden a las órdenes de su nuevo portador, no saben tocar
melodías en las teclas ni proteger a los seres que ama: sólo quieren matar.
Con todos esos gatos
colgando, esa piel, ese peinado y esos desmayos, Lil Dagover (la actriz
absoluta del film) bien podría haber sido “Blancanieves”, pero no ella es “La
bella Durmiente” y se pasa el 80% del film en estado de ensoñación.
No tiene nombre y muy
poco sabemos de su pasado, apenas que tiene un novio que ha desaparecido en
compañía de un desconocido alto y vestido de negro que (descubre) vive en las
inmediaciones de un cementerio, rodeado de un muro sin puertas ni ventanas. Esa
infidencia sirve, sin embargo, para que adivinemos su futuro.
Desvanecida a los pies
del impenetrable paredón, después de haber visto una procesión de fantasma, un
farmacéutico intenta ayudarla y mientras le prepara un té, ella aprovecha para
llevarse veneno a los labios y entra, otra vez, en trance somnoliento.
Con la certeza de que
el extraño es la Muerte o el Destino, intenta convencerlo (con ojos
parpadeantes, manos en oración y una frase afanada) de que “el amor es tan
fuerte como la muerte”. El Destino, que ya está un poco falto de vitaminas y es
bonachón, la mira con condescendencia y le da una tregua: si logra mantener
encendidas tres velas, que son tres vidas, le devolverá a su prometido.
Así que por un limpio
ardil de montaje, el relato pasa del plano de una vela a Arabia, a Venecia y a
China, donde los amantes (como trasmigrando por almas) son una y otra vez separados
por algún tirano celoso, codicioso y ayudado por la Muerte; la muchacha intenta
desbaratar los designios de la Providencia y falla siempre. Las tres luces se
apagan y la chica, porfiada, le regatea una última oportunidad: debe entregarle
una vida a cambio de la que ella quiere. El farmacéutico (que le había
confesado estar cansado de vivir), un pordiosero y los enfermos del hospital -
¿cuyas existencias parecen valer menos?- la sacan zumbando al son de los
versos: Ni un día, ni una hora, ni un respiro… y cuando por fin tiene en sus
manos la vida de un niño a punto de ser abrasado por un incendio, la muchacha
no puede con su moral y en lugar de entregárselo al Destino, lo devuelve a su
madre (como si no fuera lo mismo). Lil se desvanece por última vez, uniendo su
alma a la de su amado en ascenso por colinas floridas.
El hombre de las figuras
de cera (1924) podría
ser cuatro películas en una: la de un poeta muerto de hambre contratado por un
animador de feria, que escribe cuentos acerca de unas estatuillas de cera
mientras la hija del usuario lo espía por encima del hombro; y la de las tres
figuras-vela: Harun-al-Rashid (el ciclotímico, ridículo y poderoso oriental que
se enamora de mujeres bonitas, ordena matar gente inocente y al rato persona
crímenes garrafales); Iván, el Terrible (que se deleita interrumpiendo casorios
para hacer suya a la noche solamente por una noche, se frota las manos mientras
tortura mental y físicamente a las víctimas que envenena colocándoles un reloj
de arena frente a sus ojos para que sepan exactamente en qué instante morirán;
y se enloquece- como Mabuse y el Francis de Caligari-cuando
descubre un reloj con su propio nombre); y Jack, el Destripador (que persigue
sin cesar al poeta muerto de hambre y a la hija del animador-que al parecer se
gustan- entre los tiovivos y las vuelta al mundo que giran y giran en la
feria). Pero pensándolo bien el film de Leni quizá no cuente cuatro ni tres ni
muchas historias sino la misma y única pesadilla: la que asume la vida bajo los
caprichos de un tirano.
Puede
que para el registro civil sólo exista un Doctor Mabuse pero ¿cuántos
personajes puede encarnar este experto de la mimesis y la manipulación mental?
Psiquiatra, marinero borracho, magnate de las finanzas o lo que le venga en
ganas mientras siga suelto y su único obstáculo (el procurador fiscal Wenk) no
alcance a apresarlo (es decir unos dos tomos cinematográficos)
Estamos
en la primera posguerra alemana: las orgías son instituciones, las niñas
prostitutas y los homosexuales parte del paisaje, las peleas callejeras casi un
deber y el Doctor Mabuse el Enemigo Público Número 1. Regentea una pandilla de
delincuentes, actúa científicamente (hipnotizando, secuestrando, usurpando
personalidades), el único que sospecha de su misterio – sin razones, dilemas ni
amores- es un tipo (Wenk) que no despierta demasiadas simpatías porque no tiene
más motores ni objetivos que representar
la moral y la ley; y sus dos lemas (los de Mabuse) son terminales: riqueza y
poder hasta la locura.
A
mitad de camino entre el terror y la tragedia romántica Vanina es la adaptación que Mayer hizo de la “balada” de Stendhal (Vanina Vanini, 1829) pero su tono es cualquier
cosa menos una melodía. Saqueos, incendios, masas exasperadas, barricadas: ese
es el momento (mal momento para su padre que es el rey) que elige Vanina para
enamorarse de Octavio, el cabecilla de la rebelión y principal prisionero
político cuando la tiranía se restaura ¿Cederá el gobernante enmuletado ante
los ruegos de su hija? ¿Auspiciará ese matrimonio? Todo parece indicar que sí,
sólo que el poder es una compulsión insaciable y cruel que suele transformar a
sus “portadores” en criaturas desesperadas que nunca gozan tanto como cuando se
retuercen en su omnipotencia, incluso cuando ese instante pasajero de
satisfacción incluya la muerte de su propia hija y de su amante.
Pocas
historias de terror tan clásicas y codiciadas por el cine como Drácula, la obra maestra que el irlandés
Bram Storke escribió en 1897. La primera y más reacia a pagar derechos de autor
es la versión expresionista de Murnau, la película que le cambió el nombre a
los personajes y le injertó un par de ideas propias porque necesitaba comunicar opiniones, sí, pero también como para disimular el plagio que, sin embargo,
una vez descubierto llevó las copias a la hoguera y a la productora a una bancarrota
programada para esquivar la deuda. Algunas cintas escondidas por particulares o
que ya habían sido vendidas a Estados Unidos lograron sobrevivir y es por eso
que hoy también se puede encontrar entre los bosques carpáticos, el tenebroso
castillo de Nosferatu. Y allí va el recién casado, mandado a hacer negocios inmobiliarios
con un (muy poco aristocrático) rejunte de anormalidades puntiagudas que de día
duerme con los ojos abiertos y de noche pretende alimentarse de la sangre de
sus huéspedes. Pero los poderes telepáticos del amor lo salvan y el comerciante
escapa y el vampiro lo persigue (lenta pero firmemente al decir de Kracauer,
1947) escoltado por una legión de ratas apestosas que van sembrando la muerte por
dondequiera que pasen, menos frente a quien ama de verdad y lo enfrenta sin
temor, Nina (la esposa del empleado), la única que, sin estacas, crucifijos ni ajos, se anima
a recibir al monstruo con los brazos abiertos justo cuando el sol se amanece y lo
evapora en el aire.
Dejo link para que disfruten del terror de Murnau: