De todos los ingenios
cinematográficos que el dúo Lang- Von Harbou fue mientras duró su matrimonio,
éste es quizá el más monumental y nacionalista. Versión más que libre del Cantar de los Nibelungos, el film
acentúa cómo las pasiones, los instintos y las culpas primeras determinan la
sanción final.
Sigfrido (el lampiño
que sabe forjar espadas y lidiar con dragones de sangre eternizante y con reyes
enanos y maldicientes que se llaman Albericos) aspira a casarse con la hermana
del rey Gunther, la preciosa Crimilda. La perspectiva es prometedora pero antes
recibe un encargo maquinado por el confidente del rey (Hagen): ayudar a su
futuro cuñado a conquistar a Brunilda, una mujer que parece de lo más
indomable. Sigfrido, que tiene una caperuza mágica, ejecuta su misión de manera
eficiente pero como una discreción tan frágil que Brunilda no tarda en
enterarse del pacto y exige, para compensar su enojo, la muerte de Sigfrido.
Encantado, Hagen va en busca de su cabeza (o más bien del hombro que no fue
tocado- gracias a la hoja de un árbol- por la sangre del dragón) y lo asesina.
Fin de la primera parte.
Habiendo jurado
venganza por la muerte de su amado, Crimilda – ahora más fría y feroz que la
misma Brunilda- se casa con Atila, recluta a sus recién adquiridos, salvajes y
brutos súbitos (los hunos) y al mejor estilo Yiya Murano, invita a su hermano y
a su fiel servidos Hagel a que la visiten. Lo que sigue es la emboscada, la
batalla, la espada –ya- de Crimilda decapitando a sus enemigos (en una escena
de la cual hasta Quenquín Tarantino debe resentirse) hasta que absolutamente todos los personajes
caen muertos.
Los
Nibelungos es un
largo (muy largo)metraje épicamente trágico y es también un ensayo extraño e
intuitivo sobre un destino inexorable que -con la barbarie puesta en filas
simétricas- resucita toda su gloria en un suntuoso y sangriento acto homicida
pero también suicida.
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